Somos amados por Dios que nos ha creado por amor y desde el amor. Este anuncio, sencillo y contundente, puede cambiar vidas, dotarlas de mayor sentido, liberarlas del lastre de la homofobia y el prejuicio. Somos creados por amor. Nuestra existencia, nuestro cuerpo y las fibras de nuestra identidad y afectividad son creadas por designio amoroso y libre de Dios.
Esa experiencia creatural es un elemento fundamental que envuelve la experiencia de todos los cristianos y define el horizonte del seguimiento comprometido a Jesús de Nazareth. A este anuncio se entregó con pasión nuestro amigo de Galilea y, nosotros, discípulos suyos, estamos llamados a ser testigos de esa experiencia de amor, a ayudar a descubrirla y contemplarla en la vida de todos los seres.
La homofobia es un pecado real y flagrante contra la creación. No nos cansemos de resaltar la dolorosa historia de muchos jóvenes LGBTQ que enfrentan problemas de salud mental, viven con depresión severa o trastornos de ansiedad, se autolesionan o incluso se suicidan.
Esto sucede cuando sobreviven en medio de ambientes escolares y familiares que promueven el rechazo o una integración malsana de la afectividad y la sexualidad (a veces en nombre de la fe) y cuando muchos, como adultos, siguen siendo rechazados en ambientes profesionales, eclesiales o culturales. Sin embargo, el anuncio del Evangelio no nos permite cerrar los ojos ante la dignidad herida y la vida ultrajada de muchos seres humanos.
Comparto cuatro ideas que nos pueden ayudar en la misión de escucha, acogida, respeto e integración de la comunidad LGBTQ en la iglesia. Lo primero es que es necesario crecer en la conciencia de que todos somos amados por un Dios que nos ha creado de la manera en que a Él mejor le pareció (cf. Jer 18, 4).
Es la singularidad del acto creativo que nos invita, como Ignacio de Loyola en su visión en el río Cardoner de España, “a ver todas las cosas nuevas”, a acogerlas como un verdadero don de Dios. Nos ayuda aquí reconocer que el acto creativo no es algo que se predique desde el pasado: Dios sigue alimentando y dando sentido a su creación, sigue obrando en la historia como escenario de salvación y redención y amorosamente entregándose en todo.
Y sí, esto incluye todos los aspectos de nuestra sexualidad y afectividad, porque son un don, un don, un signo de su amor creador. Y sí, esto incluye a nuestros hermanos y hermanas LGBTQ.
En segundo lugar, es importante reconocer que cuando hablamos de personas LGBTQ, no lo hacemos en un sentido abstracto e impersonal. Las personas LGBTQ no están fuera de la iglesia en el sentido de que son un “otro” totalmente diferente que amenaza con perturbar la vida cotidiana y el “orden” de las cosas. Las personas sexualmente diversas ya forman parte de la iglesia católica: están presentes en seminarios, órdenes y comunidades religiosas, movimientos de laicos, grupos parroquiales e instituciones educativas.
Son ministros sagrados, estudiantes, maestros, padres y laicos comprometidos. Sí, están presentes, aunque es más fácil forzarlos al silencio y la culpa. Jesús anima a no desanimarse porque la Iglesia es también casa de todos: Ya no hay judío ni griego, ya que todos somos uno en Cristo (cf. Ef 2, 11-22).
En tercer lugar, está el desafío de que las personas LGBTQ se hagan visibles. Para este fin, es necesaria la superación de la lógica del “Don´t ask, Don´t tell” que está a la base de prácticas ambiguas, abusivas y culpabilizantes. Es necesario que los católicos y católicas LGBTQ tengan la libertad de vivir libre y auténticamente y de compartir su propia experiencia de fe sin miedo a ser rechazados, violentados o despedidos de sus trabajos.
Para ellos necesitamos reformarnos, convertirnos y crear “espacios seguros” y comunidades inclusivas que nos lleven a apreciar los dones y carismas de todos y todas. A nivel institucional se necesita una clara prohibición de las “terapias reparativas” que a veces se promueven incluso en nombre de la Iglesia y que constituyen, como ha sugerido el Papa Francisco, auténticos espacios para el abuso espiritual y psicológico.
Es sumamente importante incluir una perspectiva de género y de inclusión en las políticas eclesiales para la prevención del abuso a menores y adultos vulnerables. La historia de las personas LGBTQ es sagrada.
Finalmente, acoger e integrar efectivamente a las personas sexualmente diversas implica el acompañamiento comunitario y espiritual a largo plazo y desde una perspectiva inclusiva. Esto debería ser incluido en los planes pastorales de las diócesis y de nuestras comunidades.
Sabemos del enorme nivel de violencia física que sufren las personas diversas sexualmente: no hay que investigar en profundidad para reconocer que el prejuicio sigue poniendo en riesgo la vida y la integridad física de la comunidad LGBTQ. Pero hay algo más: uno de los grandes desafíos es el largo camino de la autoaceptación e integración de la afectividad.
Podemos imaginar lo que la culpa, el autorechazo, la homofobia internalizada o la violencia física o psicológica puede generar en niños, jóvenes y adultos LGBTQ. El servicio que tenemos como discípulos de Jesús no sólo se traduce en el trabajo dedicado por la protección de la integridad y los derechos LGBTQ sino en la procura de espacios y estrategias de acompañamiento espiritual en el horizonte de la aceptación y la integración de las sexualidades.
Vivimos un Kairós, un tiempo del Espíritu, que nos anima a ver la novedad inscrita en el regalo inmenso de nuestra existencia y la de los demás. Somos invitados a caminar juntos en sendas de justicia, libertad e inclusión para vivir no como esclavos, sino en la libertad de Cristo (cf. Gál 5,1).
Una versión en inglés de este artículo está disponible aquí.